Todavía me ronda lo que me contó una desconocida en un vestuario. No sabía su nombre ni la había visto antes por el gimnasio municipal del barrio, pero mientras ella escurría su bañador y yo extendía sin cariño y con urgencia mi crema hidratante se animó a contarme su historia. Lo hizo movida por una mirada cómplice que cruzamos cuando dos seniors abandonaron nuestro espacio de camino a la clase de yoga y volvió el silencio. Todo el mundo sabe que las mayores de 65 son la voz de los vestuarios. Que el resto atendemos calladas mientras ellas comparten entre sí sus anécdotas de desocupadas, algunas con cinismo y autolamento, otras encantadas. Esa voz siempre manda si está presente, y las que vivimos sometidas al yugo de los días hábiles escuchamos entre la resignación, la envidia y un estado que mezcla la hipnosis con el ruido blanco. Mi desconocida empezó a hablar en cuanto nos quedamos solas. "Yo también estoy jubilada, aunque tengo 60 y, ¿sabes qué?, es lo mejor que me ha pasado en la vida", me soltó de improviso; y ya no pudo parar hasta que me dijo su nombre al despedirnos en la zona de secadores. G. me contó que estaba prejubilada desde diciembre. Que había sido maestra durante 30 años en el extrarradio de Barcelona, que lo suyo fue vocacional y pensó que lo pasaría fatal sin sus chavales al desvincularse, pero de repente vivía tan bien que no había pisado ese instituto público ni para devolver las llaves. "Ahora cada mañana es mía. Me levanto, y digo: ¿Qué me apetece hacer hoy? Y lo hago. A veces no sé en qué día de la semana estoy y eso me encanta". Me despedí de G. admirando ese cutis y brillo en los ojos que solo tienen las liberadas mientras yo corría, otra vez, barruntando mi (escaso) tiempo para cumplir las tareas pendientes. Así que eso es lo que nos debería pasar, pensé, encendiendo velas en mi mente para que heredemos ese colchón y no un precipicio. Más que por las voces cantantes, el otro día leí a una Rachel Cusk fascinada por la liturgia de cuerpos del vestuario de su piscina. "Aunque yo también tengo un cuerpo de mujer, los cuerpos de las demás me siguen despertando al principio un temor infantil, una mezcla de repugnancia y asombro ante esos pechos, vientres y caderas, esa carne primitiva y sin idealizar que, olvidada aquí de su capacidad de seducción, parece tener una finalidad exclusivamente reproductiva", narra en Un trabajo para toda la vida, su lúcido ensayo sobre la maternidad que escribió mientras estaba embarazada y durante los primeros meses de vida de su segunda hija a principios de los 2000 y que acaba de traducir Catalina Martínez Muñoz para Libros del Asteroide. Qué clarividente suena (siempre) Cusk frente a la (simplista) fantasía de lujuria femenina deformada en la mente de tantos por tantas películas. Porque menudo tema el de los vestuarios. Nadie lo diría a la primera de cambio, pero en esa zona neutra donde nadie sabe nuestro apellido ni con qué nos ganamos la vida, ahí donde se exhiben las "carnes primitivas" despojadas de su "capacidad de seducción", se libran las mayores batallas políticas hoy en día. Cuando Donald Trump quiso defenderse de su infame "cuando eres una estrella, te dejan hacerles cualquier cosa. Agarrarlas por el coño", quiso neutralizarlo alegando que aquello era algo típico de "una charla de vestuario". Comentarios sin importancia que los tíos se cuentan cuando están solos. "La charla de vestuario es otra forma de designar al patriarcado. Es lo que pasa en los clubes de caballeros, en los de golf y en los bares de toda América. Básicamente, lo que recuerda Trump es que los hombres tienen derecho a tener su sitio para gobernar el mundo dejando fuera a las mujeres. Uno en el que se presume de agredir y abusar al resto", contestó la poeta Eileen Myles y recuerdo que hasta se hicieron cortos algo maniqueos como reacción de empoderamiento femenino sobre lo que las mujeres nos decimos en ese espacio, como si fuéramos seres de luz siempre hermanados que jamás hablan en términos racistas, homófobos y clasistas cuando ellos no escuchan. Si me preguntan qué pasa en los vestuarios de chicas, recordaré que en ese rincón comunal donde nos construimos a nosotras mismas, más que epicentro de sensualidad, es el punto caliente al que siempre enfocan los reaccionarios. La cruzada recurrente que conecta lo peor de los puritanos con la religión y con la transfobia. Lo que pasa en los vestuarios es lo que ocurre cuando nos quedamos expuestas y desgarbadas, vulnerables y desnudas. Cuando nos enfrentamos en cueros a la verdad, a lo que nos obsesiona y da asco de nosotras mismas. Algunas compararán barrigas o estrías posparto; otras se replegarán en sus prejuicios y se aislarán señalando su sexo como llave de acceso, como si existiera un supuesto (y falso) misticismo biológico para entrar ahí dentro. Y luego están las que, como yo, suspiran por llegar a ese día en el que no mirarán compulsivamente su reloj y quién sabe, igual hasta acaban riendo relajadas bien alto. Sintiendo, al fin, que la mañana es suya. Qué he consumido estas dos últimas semanas: En S Moda nos hemos obsesionado con: Si te han enviado esto y quieres recibir más ensayos y recomendaciones sobre cultura, feminismo e intimidad cada dos jueves, puedes apuntarte a esta newsletter aquí. También puedes escribirme con comentarios, apuntes o sugerencias a nramirez@elpais.es o escribirme vía Twitter, donde paso más tiempo del que me gustaría |