Me contaron, para ayudarme, dos historias de bebés que habían terminado como pasados por la picadora. La primera comenzaba en la puerta de un piso. Dentro del perímetro de la casa, una mujer; fuera del perímetro de la casa, un hombre. Él quería llevarse a la criatura. La quiero y punto, gritaba. Es medio mía. Esto me lo contó un vecino suyo; los estaba espiando por la mirilla y el muy cobarde no hizo nada. Me la he ganado, decía el hombre, todas las noches me levanto a dormirla, o todas las mañanas me levanto a darle un biberón, o todas las tardes la entretengo un rato. ¿Se puede saber qué has hecho tú?, preguntaba el hombre. Y ella respondía: Manda narices, a mí me dejó el coño hecho un Cristo, a mí me alteró todo el cuerpo, etcétera. Y la conversación sobre los agravios causados por la criatura proseguía sin tener en cuenta la integridad física de la criatura, un trozo de carne rosada y tierna, toda ella suave y lozana, que se balanceaba de un lado a otro del límite perimetral del piso, ahora dentro, ahora fuera, hasta que al final se rompió y la mujer y el hombre dijeron a la vez: mira lo que has hecho; cosa que demostraba que, al menos, algo tenían en común.
La segunda historia iba de una fiesta, un sitio colmado de intelectuales con opiniones extravagantes. Una de las mujeres, Marie (me dijeron que se llamaba Marie), no había cogido nunca a un bebé en brazos. La existencia de una forma de vida tan preciada y tan vulnerable la desasosegaba. Le venían pensamientos perturbadores. Cualquier criatura se podía atragantar con una oliva, se le podía deformar la cabeza, podía darse un golpecito y quedar tetrapléjica de por vida. Un descuido y a la caja. Todo esto me lo contó un amigo que estaba en la fiesta y que lo presenció todo. Para Marie, el abanico de desgracias posibles era tan extremo que las alegrías que pudiera darte a duras penas compensaban: básicamente, ver florecer una vida, acariciarle las lorzas, enseñarle palabras, ver cómo descubría los olores o se sumergía en el agua por primera vez. A Marie se le habían caído cosas, hasta ese día: se le había caído un jarrón japonés, regalo de una madre muerta (no la suya); se le habían caído o había tirado siete copas; se le había caído un rectángulo de vidrio balcón abajo, y por poco no decapita al hombre que venía a colocar la ventana. La madre del bebé de aquella noche llevaba la raya al medio: la melena le caía, disciplinada, junto a las mejillas. La madre del bebé era aprensiva, pero demasiado diplomática como para no hacer la ofrenda de rigor: ¿lo quieres coger? El bebé se escabulló de las manos de Marie. Era como un bloque de mantequilla risueño y regordete, como una ensaimada. Se estrelló contra el suelo y se partió en mil pedazos, y del susto, de la necesidad de levantar los brazos y abrir las manos y pegar un grito, el vino de dos de los comensales terminó también en el suelo. Así que es de justicia decir que, aquella noche, a Marie no sólo se le cayó el primer bebé, sino también la octava copa y la novena, que no es poco. Esas historias me las contaron un par de meses después de que a mí también se me cayese un bebé, con el consiguiente desparrame de brazos, orejitas y piernas. Y las que te podría contar, me dijeron. Todos sabemos del poder curativo de una buena historia de fracasos. A fin de cuentas, no era la primera vez que pasaba, y le volvería a pasar a alguien. Yo no había querido nunca hijos precisamente por eso. Sabía que les hacías un abollón en la cabeza y se les quedaba abollada para siempre. Tenían trece años y aún lo veías: hace doce años te hice un abollón aquí y se te ha quedado la marca. Tirabas demasiado de un piececito y te quedabas con el piececito en la mano, y la criatura dale con la llantina. Maia me dijo: serán sólo diez minutos. Yo le dije que en diez minutos podía ocurrir cualquier desgracia. Ella me dijo: haz el favor de madurar. En aquella época yo había adquirido ya un conocimiento profundo de mí misma, pero no quería decepcionar a mi amiga. Ese fue mi error: no querer decepcionar a mi amiga. La próxima vez ya lo enmendaré, pero entretanto nos tenemos que comer los desperfectos. |