‘La tercera persona’, un cuento de Xita Rubert

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Miércoles, 10 de mayo de 2023

'La tercera persona', un cuento de Xita Rubert

'La tercera persona', un cuento de Xita Rubert

'El enigma', por Henri Jules Ferdinand Bellery-Desfonaines / Getty Images

¡Hola! Soy Noelia Ramírez, coordinadora de 'Lo raro es vivir'. Durante algunas entregas estaré descansando y pensando nuevos envíos, así que he invitado a varias autoras imprescindibles para que os manden una carta con tema libre.

La de hoy es un relato que nos ha escrito la catalana Xita Rubert, cuentista desde que tiene memoria y novelista en su etapa más adulta. Tras ser finalista del premio Ana María Matute de Relato por 'Flores para el bailarín' (Ediciones Torremozas, 2020), a Xita la conocí cuando la entrevisté por la publicación de su primera novela, 'Mis días con los Kopp' (Anagrama, 2022). En esa novela corta, que se lee de una sentada, una tenaz observadora, hija de un intelectual muy respetado, descodificará en un fin de semana clave en su adiós a la adolescencia "la desinhibida conciencia de la clase alta" y comprenderá cómo los privilegiados construyen (y quieren creer) en su realidad hecha a su antojo.

Aquel día se me estropeó la app de notas de voz del móvil y solo se grabaron los cinco primeros minutos de nuestra conversación, así que Xita fue tan maja como para re-responder todo lo que hablamos. Solo por eso la llevaré siempre en mi corazón de entrevistadora con gafe. Cuando le pedí un relato para este espacio, ella supo al instante qué enviarnos.

PD: Por cierto, Rubert se está doctorando en Princeton centrada en el rol de la filosofía, la literatura, la bioética y los cuidados (especialmente los femeninos). Quizá es un buen dato para retener mientras descubrís este texto que me ha intrigado y gustado tanto como espero que pase en vuestras cabezas. Podéis seguir a Xita Rubert aquí.

Nos leemos pronto.

La tercera persona, un cuento de Xita Rubert

Lo que necesitaba no era un hombre, pero lo que tenía a mano era un hombre. Estaba sola en la ciudad y sus visitas me distraían, durante unas horas, de la reciente muerte de mi padre. Pero aquella noche algo empezó a inquietarme: su cabeza triangular, cuando la palpé entera; las frases crípticas y de contenido metafísico, cuando las escuché con atención. La verdadera pregunta –la que me hago ahora– es si aquella noche hubo un hombre en mi cama, o si, por el contrario, me visitó otro ser disfrazado de caballero.

Porque a las cuatro de la mañana me despertaron unos gritos ahogados, y parecían ecos venidos de otra dimensión, de un submundo. Comprendí que mi compañero de lecho estaba teniendo una pesadilla, pero sentí algo más ambivalente: ¿qué hace un hombre a mi lado, dormido, chillando? Así que me mantuve tiesa, con los ojos blancos en la oscuridad. Pero los gritos continuaban.

–Oye, estás soñando. Mira, soy yo, despiértate.

Lo noté: le hablaba y lo tocaba como a una cosa, no una persona.

–Querido… –dulcifiqué mi voz, y hago un inciso: solo estos hombres-cosa, mis compañeros de amor en tiempos de luto, conocen semejante voz. Es mi voz más lograda, el fingimiento en estado puro, un conjuro y un encantamiento para mantener la atención de mi receptor (cuando hablo), de mi lector (cuando escribo) o de los caballeros que me visitan (desde que estoy sola en esta casa)–. Querido, era una pesadilla, ven que te abrazo.

Lo abarqué y estaba rígido, pero algo palpitaba en él.

–Escucha, estás ardiendo.

Entonces los gritos dieron paso a un llanto que, de no ser también patético, hubiese resultado espeluznante: mojó almohadas y sábanas como si en vez de llorar se hubiese meado, y los sollozos le brotaban como convulsiones:

–Perdóname –dijo al fin–. Tengo mucho miedo.

–Déjame que encienda la luz y cuéntame qué has soñado –propuse, fingiendo más calma cuanto más desconcierto sentía.

–¡No enciendas! No puedo salir del sueño. Sigo…, siento…

–Dime, dime.

–Siento que tengo al demonio muy cerca.

–¿Al demonio?

–Sí. O dentro de mí. Y no me lo puedo sacar. ¡Tengo al demonio aquí! –repitió, y se zarandeó brusco, diría que involuntariamente–. He soñado que mi hija se moría, y… y que entonces se me aparecía o se me introducía el demonio. Desde que era un niño no me pasaba esto. Tenía delirios escolásticos con el diablo y la virgen. Solo me ha vuelto a pasar desde que vivo lejos de mi hija: a veces sueño que se muere y no la puedo salvar, pero hacía mucho tiempo que no volvía a sentir al demonio tan cerca, a mi lado o en mi interior. Vas a pensar que…

Pasmada, e incapaz de otra reacción, continué con mi performance de María Magdalena:

–No te preocupes, ven. Me parece normal, todos tenemos terrores nocturnos, y el tuyo tiene sentido al estar separado de tu hija. Pero ella está bien, nadie se ha muerto. Bueno, sí: ¡mi padre!

Uno de los condenados cabalgando sobre un diablo, del Juicio Final (fresco en el Duomo de Orvieto, Italia).

Uno de los condenados cabalgando sobre un diablo, del Juicio Final (fresco en el Duomo de Orvieto, Italia).


Mi broma no le hizo ninguna gracia, cosa que me ofendió, porque era mi padre, sí, quien se había evaporado del mundo, no su hija, y mientras yo me compadecía de su alucinación él no sabía reírse de mi escenario real.

–Hagamos una cosa –improvisé–. Date una ducha y vuelves a la cama, te sentará bien.

El hombre no podía ni moverse, seguía agarrotado, así que lo acompañé a la bañera y lo puse, desnudo, bajo el chorro. Fue entonces cuando me pareció notar la textura anfibia de su piel, el tono rojizo como de cuerpo abrasado, e imaginé, sin mirar frontalmente, las dos puntas sobresalientes donde debería haber orejas humanas.

He dormido con Satanás, pensé, pero cuando volví al cuarto noté una paz imprevista y providencial: la del infierno. El agua se oía correr, el vapor se colaba por la puerta entreabierta del baño, y las cenizas de mi padre me observaban, ambiguas, desde una estantería. Cuando terminó de ducharse, aquel ser y yo nos dormimos inexplicablemente tranquilos, abrazados, y acaso se produjo un exorcismo mutuo, acaso se consumó un duelo doble, pero lo que es seguro es que aquella noche hice un pacto con el diablo o, quién sabe, quizás el pacto lo hizo él conmigo. A la mañana siguiente, las cenizas seguían en la estantería y, en mi cama, simplemente un hombre-cosa, un caballero feo y reemplazable, mientras en mí empezaba a vibrar lo que nos mueve a los seres del inframundo: el fingimiento seductor, el conjuro para mantenernos cerca de los vivos.

***

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