Yo también tengo la riñonera viral de Uniqlo. Mi salón lo preside una monstera deliciosa y la galería donde tiendo la ropa y me tumbo a leer, el punto con más luz de mi entresuelo de alquiler, tiene una decena de plantas fáciles para nuestra caótica rutina: hay cactus de varios tipos, esquejes cogiendo forma, clivias y begonias maculatas acompañando a un sofá rosa que al ser tan antiguo ya no parece ni de Ikea. En mi baño hay enmarcada una portada del New Yorker. Compré una butaca y varios muebles de estilo midcentury, todos de imitación. Uno de ellos es una estantería con una lámpara Cesta de Milà, un tocadiscos analógico, un altavoz Marshall y decenas de vinilos. En mi recibidor cuelga un tapiz de un estudio de diseño estadounidense que encontré por Instagram. Tengo otro de un colectivo de artistas irlandés, fruto también del bombardeo algorítmico, que cuelga casi desde el techo sustituyendo al cabezal de la cama de mi cuarto y fue alabado por la escritora Jia Tolentino cuando la entrevisté por Zoom en la pandemia. La semana pasada me quedé sin la edición especial de Adidas Samba de Emily Oberg porque se agotó en pocos minutos. Compré un polo con los mismos colores como premio de consolación. Supongo que quería sentirme única al hacerme con esas zapatillas, pero se me adelantaron unas mil compradoras más veloces. A principios de la década de 1990, los artistas rusos Vitaly Komar y Alexander Melamid contrataron una empresa de investigación de mercado. Su objetivo: descubrir qué era lo que deseaban ver los estadounidenses en un cuadro. Los investigadores de Marttila & Kiley Inc. hicieron a 1001 ciudadanos durante once días las mismas preguntas: ¿Cuál es tu color favorito? ¿Prefieres ángulos agudos o curvas suaves? ¿Te gustan los lienzos lisos o las pinceladas rugosas? ¿Prefieres figuras desnudas o vestidas? ¿Deberían estar de ocio o trabajando? ¿Adentro o afuera? ¿En qué tipo de paisaje? Basándose en las respuestas, Komar y Melamid pintaron un cuadro que reflejaba los resultados. El experimento se repitió en países como Rusia, China, Francia y Kenia. La serie de pinturas que representa a cada país se titula People's choice. Su intención era mostrar las preferencias culturales en distintas sociedades. No tuvieron el resultado que esperaban inicialmente. Fue este: La historia de todos esos cuadros calcados la descubrí en unos de los ensayos más curiosos que he leído en 2023: The age of average, de Alex Murrell. El británico ha investigado cómo se ha homogeneizado la cultura visual de nuestro tiempo. O por qué todos los interiores parecen el mismo salón o cafetería, todas las grandes ciudades tienen el mismo skyline, todos los coches en realidad son el mismo coche, todas las influencers tienen la misma cara, todos los libros y películas superventas tienen la misma portada o todas las marcas modernas nos parecen la misma marca. Aunque peca en sus conclusiones de moraleja monetizable y empresarial, Murrell expone las pruebas de un aplanamiento estético en nuestro consumo que se extiende a vestirnos y peinarnos igual, leer los mismos tuits supuestamente ingeniosos o ver cómo todo el mundo sube los mismos encuadres, aunque aspiren a un aspecto caótico e irreverente, a su photo dump de Instagram. Mientras buscaba alquiler vacacional para pasar una semana en una isla, pensé mucho en ese ensayo mientras scrolleaba entre decenas de casas que performaban la misma postal mediterránea con sofás y paredes en tonos crema, cestas de esparto por encima de sus posibilidades y escaleras de madera como colgador de toallas de baño. Volví a recordarlo cuando me sentí señalada, expuesta y prácticamente desnuda al leer a Vincenzo Latronico describir en Las perfecciones (Anagrama, 2023) a todos esos creadores de contenido con monsteras en su salón, buscadores eternos de la belleza aspiracional, que han convertido a su Instagram en su archivo de fotos de vacaciones y "leen artículos de cultura o de lifestyle de estilo elegante y desenfadado del periodismo anglófono, con el que se sienten identificados aun deplorando la obsesión típica con el dinero de los americanos". Ouch. Durante la veintena y parte de mi treintena gasté demasiadas energías en intentar cultivarme como si fuera distinta para el resto (de hombres). Nada más lejos de la realidad. Pese al terror constante a anestesiarme y no reaccionar frente al futuro político que se nos viene, ya he entendido que en esta era absolutamente todo (el diseño, la arquitectura, el algoritmo) nos lleva a nichos preprogramados de confort. A mis 40, me he encariñado con una de las maldiciones que más me atormentaba siendo más joven. Ya no me da miedo ser una básica. Ni haber entendido que, aunque crea que lo estoy evitando, también soy como las demás. Qué he consumido estas dos semanas: En S Moda nos hemos obsesionado con: - Claudia Schiffer, Valeria Mazza, Paris Hilton. Las que crecimos en los 80 y 90 tenemos grabadas todas esas campañas en blanco y negro. Leticia García habla aquí de la historia del vaquero Guess, la prenda que nadie quería y fue cantera de supermodelos.
- "La durabilidad, ese concepto en el que se basa una gran parte de la sostenibilidad, no solo afecta a los objetos, sino también a las amistades, los amores, las profesiones, el bienestar. Se necesita la energía suficiente para mantenerla, pero no tanta como para que se rompa", nos advierte Sofía Ruiz De Velasco en Cola de león, su carta en el número de junio.
- Janira Planes, ojo avizor tecnológico, habla sobre uno de los momentos históricos en la cultura pop de nuestro tiempo: La invasión de las 'pick me girls': qué significa el término que Ellen Pompeo inventó y que invade las redes sociales.
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