Coser, por Mercè Ibarz (extracto de Abeja furiosa de su miel) La Rodoreda que cose, la Rodoreda modista. Sabemos ya que hubiera podido ser una diseñadora de ropa, y en una carta a Anna fabula con la idea de serlo, de poner juntas en París una casa de moda. Que cosía muy bien se ve en la blusa que hizo, toda a mano, para Nicole Florensa, grabadora y esposa del escultor Apel·les Fenosa, dos amigos de París que lo son también de Picasso y tantos otros artistas; él, de personalidades como Coco Chanel, una relación íntima que él mismo rompió por los tratos de la gran modista con los nazis en el París ocupado. La blusa está en la Fundació Fenosa, en El Vendrell. Delante, detrás, las puntadas son finísimas. Las tablillas delanteras, los puños, las sisas, las costuras que dan forma a la espalda, todo muestra el mismo sentido de la composición que esta mujer practica en todo cuanto hace –aquí cuando cose–, la misma concentración. Así la podemos imaginar en la tarea, como en este cuento aterrador, "Aguja enhebrada", recogido en el primer volumen que publicó en la posguerra, Veintidós cuentos. Estamos en Burdeos: la place Tourny, el cours Clemenceau. Muy cerca de donde ella vive, en aquel barrio entonces portuario cerca del cementerio donde está el monumento a Goya, otro desterrado en la ciudad, y, por el otro lado, cerca de la piscina Judaica. Escribe: ... enhebró la aguja de coser, rompió el hilo con los dientes, lo anudó y se clavó la aguja enhebrada en la bata, sobre el pecho [...] con las manos al aire desplegó la camisa. Había un ramo de encaje, a la izquierda, que hacía bolsas: "Parece que lo hagan expresamente para hacerme perder tiempo". Puso la camisa sobre el maniquí, deshilvanó el ramo y lo fijó con alfileres. Trabajaba un poco absorta con la boca medio abierta y con la punta de la lengua entre los labios. Calculaba el tiempo que pasaría para coser el encaje. Sin dormirse, treinta y seis horas. Al taller les diría cuarenta y dos. Al fin y al cabo, si era diligente en el trabajo, no tenía por qué regalárselo. Seis horas por cada guirnalda. Tenía que reseguir el dibujo hoja a hoja y flor por flor; después recortaría el tul, lo "haría saltar". Era un trabajo fino que reclamaba habilidad y paciencia. Cuarenta y dos horas a dieciocho francos. Sacó la camisa del maniquí, se puso el dedal y cogió la aguja. Amaba su oficio por muchas razones, pero sobre todo porque le permitía entrever un universo de lujo y porque, mientras las manos le hacían solas el trabajo, podía soñar. Por eso prefería trabajar en casa y de noche. Cuando llegaba del taller con tarea nueva, deshacía el paquete poco a poco y acariciaba las sedas y los encajes. Si una vecina subía a admirar aquellos delicados trabajos, se los enseñaba con orgullo, como si las muselinas y los crespones fueran para ella. Los azules y los rosas y algún lila de vez en cuando le endulzaban el corazón [...]. Cosía deprisa. Clavaba la aguja con gran seguridad y daba estiradas bruscas al hilo. De tanto en tanto recogía la ropa que se escurría hacia el suelo y con un gesto preciso se la volvía a poner sobre la falda. Cose y cose, bastante tiempo, durante toda la guerra europea y los primeros tiempos de la posguerra en París. Cuando deja de hacerlo como ganapán, continúa cosiendo para sí misma, se hace a menudo la ropa, también en Ginebra. Ahora cose en Limoges y en Burdeos. Ejercita una paciencia que puede ser aplicada a la escritura, el hilo trabajado con cuidado hasta que del hilo sale la pieza. |