Notas sobre cultura, feminismo e intimidad ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏ ͏
| | | | | Notas sobre cultura, feminismo e intimidad | | | | | |
‘Sobrinas’, un cuento de Raquel Delgado | NOELIA RAMÍREZ | | De la serie Swimming Pool, de Mária Svarbová | | | |
No soy madre, me encanta ser tía. Tengo predilección por las ficciones sobre aquellas que a veces cuidamos sin haber parido. Siempre recuerdo aquel “las mujeres vivimos siempre solas. El pobre tío es un santo, pero un santo de libro, y aunque cura, al fin y al cabo hombre” de La tía Tula de Unamuno y se me quedó grabado el "a los 23 crees que ya es tarde para todo. No es hasta los cuarenta cuando te percatas de que aún estás a tiempo, si no de todo, al menos de todo lo que importa", de la protagonista sin nombre, otra tía sin hijos, de Permagel (Permafrost en su traducción al castellano) de Eva Baltasar.
Movida por ese interés ficcional, hoy os traigo Sobrinas, un relato aparentemente cotidiano de Raquel Delgado (Valladolid, 1988) que os dejará dando vueltas a varios temas un rato largo. Está incluido en la colección de cuentos Ser de fuera, su debut en Sexto Piso que se puso a la venta este lunes y que —gracias a la gestión de Noe Olbés, fantástica mediadora de la editorial—, hoy lo tenéis en esta carta. Os recomiendo el resto de cuentos (Antes de casarme también es de mis favoritos), así que para conocer más, os animo a bajar a vuestra librería del barrio y haceros con él.
Nos leemos en dos semanas.
Sobrinas, de Raquel Delgado
Muy morenas y vestidas igual –camiseta y bermudas amarillas efecto toalla, mochila salmón: dos extras en una película infantil de aventuras de los ochenta–, mis sobrinas se precipitan a la calle buscándome, un coche blanco reluciente en doble fila. Tampoco hoy, con la efervescencia de las compras, los encargos y las devoluciones de los sábados por la mañana, he encontrado aparcamiento en este barrio, y no debería importarme: son niñas listas y decididas, de edad suficiente para cruzar un paso de cebra solas; sus padres, que se han quedado arriba en casa, confían en ellas. Pero yo soy increíblemente consciente del peligro cuando están a mi cargo. Toco el claxon varias veces, les pido por la ventanilla abierta que no se muevan y que me esperen, me acerco a la otra acera y las agarro fuerte de las manos. Avanzamos a saltitos, porque están muy contentas. Anticipan un buen día. Nuestra primera parada es la piscina, a unos veinte minutos de distancia. ¿Qué les apetece escuchar? Pueden pedir canciones.
Mis sobrinas en realidad son sobrinas de mi marido. Aunque las conozco desde que nacieron y me encanta pasar tiempo con ellas, sé que para mis amigas con hermanas y sobrinos que llevan su misma sangre esto no es suficiente. "Mis sobrinas, bueno, las sobrinas de Manuel", me disculpo en las conversaciones. Pero las niñas no notan la diferencia entre su tío (que no ha podido venir) y yo, entre la otra hermana de su madre y yo, y es la primera vez que voy a cuidarlas sola: recordarlo me alegra. "Tía –dice la mayor–, queremos esa de Harry Styles". Adivino cuál es esa. Esa es una que suena en todas partes este verano y que también me gusta un poco a mí.
La canción se impone a los ruidos del tráfico que fluye fuera, mientras atravesamos el centro de la ciudad. Precavida, conduzco a menos kilómetros por hora de los permitidos, suave para que las niñas no se mareen. Cada movimiento que haga a partir de ahora lo haré teniéndolas en cuenta. Y no se marean. Puedo reconocerme el mérito o reconocer la realidad: que mis sobrinas probablemente hayan superado esa fase, como llegó un día en que no se hicieron pis encima nunca más.
El recinto de la piscina es pequeño; adultos y niños bracean en la misma agua, rodeados de cemento y tumbonas de plástico. Es la última semana de agosto, pero como aquí el verano empieza de verdad a mediados de verano, hace más calor que en cualquiera de las semanas previas. Tanto ellas como yo traemos el bañador puesto y, si no fuera por la pequeña, el único trámite sería desvestirnos. Pero la pequeña no quiere meterse. Le digo que esta piscina siempre está más caliente de lo que parece y aun así no cede; lo que hace es colocarse las gafas de natación y sentarse en el bordillo. Negociamos. ¿Pensará la gente que soy su madre? ¿Me comporto como una madre? La gente se baña, descansa o se broncea. Desde luego, no piensa en mí. | | | | | | |
| | De la serie Swimming Pool, de Mária Svarbová | | | |
Pronto es la hora del almuerzo. Sándwiches de pavo y mozzarella, zumo natural, varias piezas de fruta y una sorpresa. Las niñas identifican inmediatamente el contenido verde del táper. "¡El famoso guacamole del tío Manuel!". Manuel se reirá cuando le cuente cómo han reaccionado, lo que han dicho; en casa, entre nosotros, utilizamos una y otra vez las expresiones que más nos divierten de nuestras sobrinas. Ay, Manuel sería un padre fantástico, y yo debo tomarme ya la pastilla diaria de ácido fólico y el probiótico, suplementos que prometen un embarazo sano e idílico, cuando sea que llegue. Si es que llega. Me los meto en la boca discretamente y bebo de la cantimplora.
Por supuesto, sobra mucha comida. Todavía no he aprendido a calcular cuánto comen los niños, pese a que cenamos en familia al menos una vez por semana. Mi sobrina pequeña, satisfecha, se está limpiando los dedos en la toalla con disimulo. Le doy una servilleta sin reprenderla. "Tía –me dice–, siempre estás sonriendo". Lo ha dicho de una manera neutra y tan convincente que no sé qué contestarle. "También puedo ponerme seria", bromeo. "No, no, me gusta que seas así". Aún más sonriente de lo que ella dice que soy, la abrazo y le doy un beso en el pelo húmedo. Su elogio –¿es un elogio?– me entristece por un momento, aunque no sé exactamente por qué.
"Muy bien, una revisión preconcepcional –así la llamó la ginecóloga–. Suelta. Más suelto". Pudo introducir la sonda rápido, como otras veces. "Todo está perfectamente normal. Pero no seas impaciente –me advirtió–. Suele tardarse casi un año". No la creí. A partir de la siguiente regla, empecé a controlar mi ciclo con una aplicación que me había instalado en el móvil. Compré por internet decenas de test de ovulación baratos. Me lo tomé en serio. Yo iba a quedarme embarazada mucho antes que la media.
El sol se ha movido y ahora está cayendo a plomo sobre nuestras cabezas. Con ayuda de las niñas, arrastro los bártulos de vuelta a la sombra, donde podamos hacer la digestión. La mayor y yo sacamos de la mochila libros a medio leer; la pequeña es demasiado mayor para una siesta y prefiere pasar el tiempo peinándome, una serie interminable de trenzas y coletas y muchos tirones de pelo. El ambiente es repentinamente silencioso. Los bañistas bostezan. Una nadadora experta se impulsa sin descanso de extremo a extremo: la piscina para ella sola. Las avispas se arremolinan en las escalerillas metálicas. A distancia, se oye una explosión seca, de cohete. Había olvidado que esta noche acaban oficialmente las fiestas, que más tarde, en cuanto oscurezca, habrá fuegos artificiales en el paseo marítimo.
Entramos de nuevo en el agua, un último baño que nos refresque para el resto de la tarde. La pequeña no flota; se limita a apoyarse en mí y a mover los pies mientras su hermana nos salpica; las subo a hombros por turnos hasta que uno de los socorristas nos dice que eso está prohibido. Ya de camino a la ducha, la mayor desfila con la toalla anudada al cuello, como una reina; su hermana y yo, por detrás, le sostenemos la capa de felpa a varios centímetros del suelo. Han crecido, las dos, y esos cuerpos con marca perpetua de bañador se han estrechado. El paso del tiempo se hace muy visible en ellas. Porque ¿cuántos meses han pasado exactamente? Sin duda, muchos más de los doce que previó la doctora.
El primer positivo, fruto a su vez del primer intento, me llenó de orgullo. Me sentí superior; superior a las otras, superior a los expertos. Un sentimiento primitivo: mi útero era un campo recién abonado; yo –lo sabía–, una de esas diosas sensuales de la fertilidad. –Hay que interrumpirlo –dijo la ginecóloga–. ¿Lo ves? Está en la trompa derecha y puede romperla en cualquier momento.
Un pinchazo indoloro. Y, a partir de la mañana siguiente, un sangrado descomunal. Análisis, ecografías, pruebas de nombre impronunciable con lista de espera. ¿El resultado? Embrión absorbido y un informe que concluía que no había "alteraciones significativas". Estaba intacta. Simple mala suerte, me dijeron. Simple mala suerte, me repetía. ¿Mala suerte? | | | | | | |
| | De la serie Swimming Pool, de Mária Svarbová | | | |
"¡Hola, Chloe!". En el aparcamiento, mi sobrina pequeña se ha encontrado con una compañera de clase. Después de un instante de indecisión, las dos niñas se abrazan, se apartan un poco y conversan. Mi sobrina habla inclinando la cabeza, la mirada brillante y dulce, y acerca cada vez más su cara a la de Chloe, que se mantiene casi distante. Una punzada en el pecho: esa muestra de absoluta adoración por su amiga me conmueve. (También me irrita: Chloe no es más que una niña del montón). Los adultos las contemplamos sin intervenir. "Soy su tía", aclaro, aunque sea imposible que los padres de Chloe, que deben de conocer bien a mi cuñada, me confundan con la madre de las niñas. La mayor empieza a aburrirse. "¡Pronto os veréis en el cole!", le dice a su hermana. Y su hermana pequeña le hace caso y se separa de su amiga. Nos despedimos.
Limpias, todavía con fuerzas, nos montamos en el coche y emprendemos el corto camino de vuelta a la ciudad. Nuestro siguiente destino no es del todo edificante, y por eso mismo las niñas van encantadas: ríen, chillan, cuchichean como si estuvieran contándose un secreto. Un último exceso antes de septiembre, el tipo de cosa con la que una tía puede permitirse mimar a sus sobrinas sin sentirse culpable, uno de esos odiosos planes de chicas.
(Esos bebés que nunca fueron habrían sido niñas. Como lo que hay a mi alrededor son niñas, asumo que, de haber salido adelante, ellos también lo habrían sido). Un neón vertical señala la puerta del centro de estética, el sitio del que mis sobrinas esperan salir habiendo sufrido una transformación mágica. La recepcionista nos da la bienvenida al salón, cuyas paredes parecen contener toda la paleta del rosa y que huele a una mezcla de perfume, incienso y disolvente. Además de recargado, este lugar es anestésico; la luz tenue y la música de spa nos serenan: desde que estamos aquí, las niñas no han abierto la boca. Mientras relleno nuestras fichas, la mayor manosea el catálogo de servicios. "Nuestra cita es solo para manicura", me adelanto.
La esteticista empieza por ellas, limando con cuidado sus uñas minúsculas y enumerando más de una docena de opciones de esmalte. La mayor se decide al momento: uñas multicolores metalizadas, cada una diferente de la otra. Una elección adolescente. La pequeña, aturdida por tanta variedad, casi cae en la tentación de elegir lo mismo que su hermana, pero en el último minuto confía en su propio criterio: sus uñas serán moradas y azules, de una laca que brilla en la oscuridad. La cámara de mi teléfono móvil va registrando todo el proceso. Les mando un par de fotos a sus padres.
Lo que viene ahora es la parte más delicada. Para que el resultado sea perfecto, para que el gasto de dinero merezca la pena, las niñas deben quedarse quietas hasta que el esmalte se seque, pero, antes incluso de que sea mi turno, la mayor ya se ha estropeado una uña. "¿En serio?". Me mira provocadora y mueve aún más las manos, sin arrepentirse. (Conozco esa cara. Sus uñas de adulta, sentirse guapa, la han vuelto desobediente). ¿Tendré que enfadarme? ¿La tarde se echará a perder por esto? Hay veces en que mis sobrinas también pueden ponerse insoportables.
"Tía –empieza la pequeña–, aunque sé que me vas a decir que no, ¿puedo preguntarte una cosa?". Estamos entrando con el coche en la calle que lleva a mi casa; la manicura de las niñas, después de todo, sigue manteniéndose en un estado razonable. El sol ha descendido y ya hay mucha gente que pasea; padres y niños bien vestidos a la espera del fin de fiesta de esta noche. "Claro", respondo previendo una petición absurda a la que, como ella misma supone, va a ser muy fácil negarse. Hace una pausa larga, como si en el fondo no quisiera preguntarme nada. Aparcamos en mi plaza de garaje; el coche bloquea la puerta del trastero, lleno de las cunas, bañeras y hamacas que un día les pertenecieron a ellas, a mis sobrinas, y que seguimos custodiando con la esperanza de darles uso en el futuro. "¿El tío y tú vais a tener hijos?".
El tiempo se vuelve lento en lo que tardo en salir del coche; en buscar la respuesta correcta y aceptar que lo que ni mis cuñados, ni mis padres, ni mis suegros se atreven a preguntarme por fin está aquí, dicho en voz alta. En una realidad paralela, Manuel y yo ya habríamos tenido al primero y yo estaría felizmente embarazada del siguiente. En otra realidad paralela, nunca habríamos querido tenerlos y yo no habría conocido esta lucha; las horas de investigación por internet, el sexo planificado, el fracaso de varios tratamientos. "Para –me digo todos los días–. La vida no se reduce a ser madre. Tu matrimonio es feliz, antes de esto era feliz. No eres una víctima. A otros les pasan cosas peores". Y todos los días el sentido común se impone momentáneamente; el sufrimiento se atenúa: me seco las lágrimas y me reconcilio con la naturaleza. Pero al rato estoy otra vez llorando, rezándole sin darme cuenta a un dios en el que no creo. Porque lo necesito, necesito ser madre. "¿Qué pasa? –le digo a mi sobrina–, ¿que no quieres más primos?". "¡No!". Sale de un salto de la parte trasera del coche y me coge de la cintura. | | | | | | |
| | De la serie Swimming Pool, de Mária Svarbová | | | |
Subimos al piso en el que vivo con Manuel y que a mis sobrinas les resulta tan familiar. Como sabía que vendría con ellas, todo está impoluto. He limpiado el baño y he ordenado las habitaciones. Están avisadas de que solo estaremos aquí el tiempo imprescindible para que merienden, pero primero quieren explorar; localizar y tocar los objetos –esos libros infantiles que he ido comprando, las cámaras de fotos antiguas de Manuel, la pequeña ballena de porcelana– que, visita a visita, se han vuelto sagrados. Observo el cielo desde el salón; un cielo azul oscuro y amarillo, sin nubes, ideal para una buena sesión de pirotecnia. "¡Mirad!". Pero las niñas no escuchan y continúan con su búsqueda en vez de venir a la ventana. Sus padres llaman por teléfono. Acordamos encontrarnos cuando terminen los fuegos, al pie de las banderas que ondean permanentemente en la parte central del paseo marítimo.
Es importante hacernos con un buen sitio. Enfilamos el paseo en dirección al faro, a la zona de césped frente a la colina desde la que se lanzarán los cohetes. Las niñas caminan casi sin aliento, saboreando unas chocolatinas que han encontrado en la nevera. Desde lo alto de la rampa de piedra que da acceso a la hierba localizamos un hueco. Es nuestro: extendemos nuestra toalla y nos ponemos cómodas. A nuestro alrededor, pandillas de chicos sentados en círculo beben en vasos de plástico; un altavoz portátil conectado a algún móvil ameniza la espera. Pese al cansancio, mi sobrina pequeña baila. Les doy a cada una su sudadera y las obligo a ponérselas. Apenas quedan unos minutos. Cuando se apaga la música, mis sobrinas se tumban boca arriba sobre mí. Tengo espacio suficiente en el regazo para las dos.
Un resplandor verde pálido marca el inicio. Las primeras explosiones alcanzan poca altura; esas palmeras más bien discretas no impresionan a nadie. Pero lo que viene a continuación va a ser mucho más interesante. Mi sobrina mayor, buena narradora, levanta los brazos para señalar y nombrar las figuras, un mundo propio de platillos volantes, coronas de emperatriz y cohetes espaciales. Los nombres que se me ocurren no puedo compartirlos con ellas: esa especie de pececillos que corren veloces y desaparecen al instante parecen espermatozoides. Esto no iba a sucederme a mí porque había otra gente, mayor, o poco previsora, o con problemas previos, condenada a ello. Esto no iba a sucederme a mí, que parecía sana y fuerte y llevaba menstruando puntualmente desde los catorce años. No creo en los milagros, pero ¿y si me permito ser supersticiosa por una vez y pido un deseo? La traca final, lanzada desde dos puntos distintos, es una bola de fuego, luz y humo en la que ni mi sobrina ni yo podemos distinguir formas. "Ohhhhhh". El público aplaude. Incorporo con delicadeza a la pequeña, que, a pesar del bullicio, se ha dormido. "Niñas, vámonos a casa".
Ahí están sus padres. Corren hacia ellos, olvidándose en el acto de su tía. Mis cuñados las reciben sonriendo, cariñosos y con la piel reluciente –el buen humor de los descansados, el cutis perfecto de los que carecen de ataduras–. Hoy han recordado lo que es esa libertad. Al verlos, noto de pronto que estoy agotada. Me duelen los hombros y la cabeza. Ellos siempre me dicen que la vida es más divertida con niños, y yo les creo, claro que les creo. En contra de mi cordura y de mi felicidad, en contra de lo que me dice hoy mi cuerpo, aún no puedo creer otra cosa. El semáforo ha cambiado a verde: la despedida es rápida. Cruzo el paso de peatones y, cuando alcanzo la otra acera, me doy la vuelta. La familia de mi marido se ha quedado parada mirándome y los cuatro (pequeños, difuminados) me dicen adiós con la mano. Apenas nos separan unos metros, pero los siento a kilómetros de distancia.
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| | Portada de 'Ser de fuera' y retrato de su autora, Raquel Delgado. | | | |
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